Fumábamos como locos, como si se fuese a acabar el mundo y no nos importase morir por su efecto. Todas la tardes acudíamos a aquel antro, pedíamos unas cervezas importadas y nos metíamos en la habitación que estaba llena de cojines.
No teníamos control sobre las horas que pasaban, ni de quien entraba y salía de aquella habitación. Solo sabíamos que cuando iban a cerrar, el dueño venía y nos abría las ventanas. La luz de la madrugada nos despertaba del letargo de tanto alcohol y marihuana.
Entonces íbamos a casa, y escribíamos en un cuaderno los relatos que nos imaginábamos mientras estábamos colgados. Y los publicábamos en el blog.
Y volvíamos a empezar.
No recuerdo ni cuando parábamos a comer.
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