El primer recuerdo de mi padre es del olor que desprendía. Incluso antes de que viniese a mi habitación a cogerme entre sus fuertes brazos, yo ya notaba su presencia por un fuerte olor que me llegaba desde el pasillo y que atravesaba la puerta. Era una mezcla de tierra, sudor y madera quemada. Y nunca he vuelto a percibir algo parecido.
Cuando, ya pasados unos años, iba a casa de mis amigos, y llegaban sus padres a casa, también era capaz de reconocer su presencia por el olor, pero ninguno era como el de mi padre. Había matices que los hacía únicos. Yo solo sabía que el mío iba a la mina de la Mediana, y que llegaba agotado a casa día tras día. Mi madre no daba abasto a limpiar ropa y siempre había pantalones y camisas tendidas por la cocina y el pasillo de nuestra casa. A mi hermana y a mi nos venían bien esos tenderetes para nuestros juegos inventados. Solo en verano desaparecían de nuestra vista.
Alguna vez mi padre venía antes de tiempo y siempre lo hacía con el rostro ajado de llorar. Mi madre entonces lo abrazaba y le pedía que nos fuésemos de allí, que podríamos vivir más felices sin tanto riesgo, y mi padre decía que solo un poco más que apenas le quedaban unos años de sufrimiento y luego podrían ir más cerca de la costa, a una casita donde se viese el sol más a menudo. Pero nunca llegó ese momento.
La única casita cerca de la costa que yo visitaba, era la de mi abuela. Una vez al año cogíamos un autobús que nos dejaba en un cruce de caminos, y donde mi abuela nos esperaba con un gran carro al que nos subíamos. Durante un buen rato nos llevaba por complicados caminos llenos de piedras y baches que hacían más divertido el viaje para mi hermana y para mí. Un par de semanas después, hacíamos el recorrido al revés. Y comenzábamos a echar de menos la arena gris de la playa, las olas, los baños a deshoras y la fuerza del mar por las tarde.
La última vez que noté el olor de mi padre fue en casa de mi amigo Luis, llevábamos toda la tarde jugando en su casa, cuando noté el fuerte olor a tierra, sudor y madera quemada. Pero me llegaba turbio, como mezclado con algo más. Oí que alguien hablaba fuera y unos sollozos, me asomé y vi al padre de mi amigo con su sucia ropa encima, su cara negra y rota por las lágrimas:
-Lo tuve entre mis brazos durante más de una hora hablándole sin saber si me escuchaba, no lo quise soltar. Lo abrazaba una y otra vez.
Y entonces me vió, y rompió a llorar de nuevo. Jamás he vuelto a notar un olor como aquel que desprendía mi padre, a tierra, sudor y madera quemada
Deja un comentario