
Había una sinfonola en el bar que la esperaba al salir de clase. Yo extendía mis apuntes en aquella mesa de mármol, pedía una caña para mí, y una con limón por si llegaba. Ordenaba los papeles, ponía notas en los márgenes, y componía poemas sin rima en páginas en blanco. Casi nunca venía, y si lo hacía no me veía. Al final terminaba por beberme todo, recoger la mesa, pagar, y con lo que me sobraba poner como banda sonora de mi derrota la única canción que me la recordaba. Y nunca supe como se llamaba.
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