Era insufrible ver como mi abuelo intentaba regar las macetas de su jardín con aquel temblor en las manos. La regadera bailaba y esparcía el agua alrededor de la planta, siendo pocas las gotas que acababan en su objetivo.
Mi hermana Ester y yo le ayudábamos en su tarea y así al menos una vez a la semana las flores recibían su dosis de agua.
Luego llegó el invierno y la primavera, y era la naturaleza la que decidía cuando regar. Al llegar junio mi abuelo ya no podía levantarse de la cama, pero nos pedía, cuando íbamos a verlo, que le trajésemos la regadera junto a su lecho y nos explicaba como debíamos regar. En agosto falleció, y esparcimos sus cenizas por el jardín, junto a las macetas. Ahora regamos las plantas cuando vamos y mi abuelo nos observa y nos regaña si no lo hacemos bien.
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